jueves, 28 de octubre de 2010

Rastros apagados

Largas filas de escalones se presentan frente al incendio cada día.

Todo el mundo piensa que es muy fácil. Nadie se detiene a observarlo, pues los caprichos del destino y tus murallas de acero mitigan los embistes del mar embravecido.

Mas tras la coraza se esconde un ser humano, que siente cómo los rastrojos se secan con el paso del tiempo, cómo las palabras inocentes de las voces del valle arrastran las lánguidas marismas de estos otoños tardíos.

No es tan fácil soportar el peso de las montañas con la fuerza que otorgan los exiguos gozos, puesto que no son más que espejismos de las futuras abatidas. Como soles que brillan con toda su intensidad justo antes de estallar. Como lunas que los reflejan para luego apagarse sin más.

Las mismas cataratas que una vez dejaron de fluir intentan vislumbrar paz en este remanso, pues no atestiguaron cómo tus sombras encaraban el huracán ni cómo las ramas de aquellos árboles se desgarraban mientras las libélulas volaban en otra dirección. Sin vías de escape, la desesperanza te acorrala como lobos en la noche.

No encuentras adónde huir, aunque sabes que necesitas un cambio para observar de soslayo que las rápidas partidas son consecuencia de tus pasos en falso, que tus batidas al viento producen tifones, que tu continua presencia apacigua la singularidad.

No te doblegues todavía, el reloj aún cuenta las horas.

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