jueves, 16 de septiembre de 2010

Introspección

Un pequeño pájaro canta una canción para olvidar los lejanos tiempos pasados que le hicieron llegar hasta aquí.

Y hoy duermo sobre una sábana blanca cada latido del corazón, tratando de soñar lo que no pude alcanzar en vida, y de revivir lo que no podrá volver. Porque cuando despierto, el torrente se desborda, rompiendo los cimientos que sostienen el alma.

El pájaro ha decidido echar a volar. Cada segundo es infinito para él, pues todo su mundo avanza mucho más deprisa, pero sus latidos se han parado en seco. Le cuesta mantener la dirección, ni siquiera sabe hacia dónde volar. Su destino queda demasiado lejos como para alcanzarlo con la mirada, ni siquiera con el pensamiento, así que vaga sin rumbo, sin meta.

Mientras lo veo pasar por mi ventana, agito las hojas de un antiguo diario, intentando ver si de ese modo sus palabras se reordenan para mostrar la realidad de ese futuro incierto del que tantas veces adolezco. Mas no es posible, porque sus letras se aferran al pasado como sombras a la noche.

Y es la sombra de ese pájaro la que se difumina mientras los rayos del Sol se debilitan y dejan paso al blanco astro, tras una innumerable amalgama de tonalidades. Su silueta se va perdiendo en el horizonte como si un abismo se alzara ante mis ojos.

Esos ojos húmedos que no dejan observar con claridad la realidad, la distorsionan, cada vez que el recuerdo se entrelaza con mi pensamiento y se funde con los ideales que aquel día decidí dejar atrás. Cada palabra de aquella página es azotada una y otra vez por el paso del tiempo y la incertidumbre de sus consecuencias, que agravan y hacen más profunda la herida.

Pero el pájaro no puede huir, y regresa por donde una vez intentó marcharse, atraído por esencias de una flor casi marchita, por el calor de un fuego a punto de consumirse, por el eco de un grito que se desvanece. Vuelve a posarse en mi ventana, para cantar una vez más aquella canción nostálgica de penas y alegrías. Aún cree que puede recolectar lo que en su día sembró, si es que recuerda dónde y cómo.

Su apagada ternura me hace recuperar la consciencia, esa que tantas veces decide rendirse ante el inconsciente. Un inconsciente que es tan sólo un reflejo de los sueños en los que vivo mientras duermo, y que realzan lo que siento cuando despierto. Un despertar que ha perdido su color y se alimenta del dolor. La almohada, aún húmeda, delata los secretos más profundos de las entrañas de este letargo del que las mañanas no consiguen escapar, y que siguen presentes cuando la noche inunda esta habitación vacía.

El pájaro ha decidido por fin dejar de cantar. Mirándome a los ojos, su silencio ahoga por segundos mis temores hasta hacerlos desaparecer. Su mirada demuestra firmeza, determinación. Ha dado cuerda de nuevo a los relojes del presente, para que no vuelvan a pararse. Está dispuesto a retomar el vuelo, conociendo de antemano que las marcas del destino apuntan en otra dirección. Mas es un pájaro valiente, que no duda en el empeño de alcanzar lo que un día descubrió en suerte.

Mientras le veo marcharse nuevamente, agarrándome con fuerza a los barrotes de mi pequeña ventana, escucho a mi espalda el sonido del cerrojo de mi celda. La puerta está abierta, tan sólo debo decidir si quiero volver a respirar el aroma de la libertad.

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